Por Oscar Taffetani (APE)
A mediados de agosto se realizó en Buenos Aires el encuentro internacional “Salud para el Desarrollo. Derechos, Hechos y Realidades”.
En ese meeting, semejante a otros que se vienen realizando en el mundo, a ritmo anual, se leyeron y oyeron ponencias y declaraciones en relación con los Objetivos del Milenio, en este caso, concernientes al rubro Salud.
¿Cuál fue el mensaje al país y al mundo de tan importante foro? Citemos algunas declaraciones:
“Para mejorar la salud mundial debe llegarse a los más pobres con una atención sanitaria de máxima calidad…”, dijo la directora de la OMS Margaret Chan.
“La salud es central para el desarrollo y la equidad de la sociedad…”, declaró Mirta Roses, directora de la OPS.
“Hay que tener un cambio fundamental en la estrategia de producir salud…”, manifestó el ministro argentino Ginés González García.
Para completar el rosario de obviedades, el canciller argentino Jorge Taiana, anfitrión del Encuentro, enfatizó que “los temas de salud son cada vez más de política exterior porque las fronteras no impiden que se extiendan las enfermedades…”
No tengamos aquí pensamientos malignos; ni imaginemos la cantidad de dispensarios, salas de Primeros Auxilios o consultorios que se podrían construir en la Argentina con esa misma plata que (nuestro) Estado gasta en reuniones y agasajos inútiles, invitando a funcionarios que vendrán a repetir verdades de perogrullo y a explicar que cada día estamos más lejos de los Objetivos del Milenio.
No. Pensemos en positivo: menos mal que se reúnen, y que hablan de estos temas…
Un médico ahí, por favor
Le decían “Doctorcito Dios”, “Doctor Cataplasma”, “Doctorcito Esteban” ó “El médico de los pobres”. Pero la mayor distinción de las que aceptó (ya que él no aceptaba distinciones) fue la que le hicieron los Tobas del Paraje Guaycurú, en Formosa. Ellos lo llamaron “Piognak”: padre de todos.
Esteban Laureano Maradona (1895-1995) se graduó en 1928, con medalla de honor, en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Fueron sus maestros, entre otros, el premio Nobel Bernardo Houssay, Pedro de Elizalde y Gregorio Aráoz Alfaro.
En 1932, al estallar la Guerra del Chaco, se alistó como “aspirante a camillero” en Asunción del Paraguay. Al terminar la contienda, ya era teniente primero médico y jefe del Hospital Naval. Pero en esa breve carrera había perdido a Aurora, su novia, víctima de la fiebre tifoidea.
Ese mismo año, exactamente un 9 de julio, cuando viajaba en tren a Salta y a Tucumán, a visitar a un hermano, un hecho cambió su vida. En el Paraje Guaycurú alguien pidió ayuda para una parturienta que agonizaba en el monte. Y allá fue entonces Maradona, el médico, en un sulky. Y en medio del monte ayudó a nacer a la niña Mercedes Almirón, que luego fue madre y abuela, y que hasta hoy lo recuerda.
Al día siguiente -10 de julio de 1935-, cuando el doctor iba a retomar el camino hacia Tucumán, una multitud de enfermos harapientos -aborígenes en su mayoría- le pidieron que los atendiera.
Y Esteban Laureano Maradona los atendió. A lo largo de cincuenta años, en su casa-consultorio de Paraje Guaycurú (hoy Estanislao del Campo), en dos habitaciones sin revocar, el piognak Maradona atendió a leprosos y chagásicos, a baleados y engangrenados, partero a la luz de la luna y pediatra sin agua corriente.
Nunca cobró una consulta. Vivió siempre de su magro sueldo de médico sanitarista. Su herencia familiar la donó a la Colonia Juan Bautista Alberdi, que así tuvo la primera escuela bilingüe, para aborígenes, de la República Argentina. Cuando el Estado le otorgó una pensión vitalicia, a su retiro, también la donó, en becas de estudio para niños formoseños.
Se levantaba y se acostaba al ritmo del sol. Y por eso (según su propia teoría) podía leer sin anteojos, aún a los 99 años.
Escribió veinte libros, en los que se alterna la observación de la naturaleza con la medicina popular y los consejos para la vida. Sólo dos de esos libros han sido publicados en nuestro país. Del resto se está ocupando la Universidad de Kentucky, Estados Unidos (claro que son versiones en idioma inglés).
Gustaba usar traje negro, pañuelo blanco al cuello y sombrero lapacho (“sombrero triste, de orejas caídas, como el que usó San Martín cuando cruzó los Andes”).
Unas palabras que deslizó en un reportaje, en Rosario, podrían servir para su epitafio: “Con el oxígeno del aire y el agua que viene del cielo me basta. No tengo motivos de queja”.
Presos de la estadística
“Se necesitan cuatro millones de trabajadores de la sanidad para dar salud básica en un cuarto de los países del mundo”, dijo Margaret Chan en el encuentro de la OMS en Buenos Aires.
“Hay 1.300 millones de pobres en el mundo y las brechas en el sistema de salud se están incrementando”, alertó.
“Hay 40 años de diferencia de sobrevida entre los países más ricos y más pobres”, dijo en otro pasaje de su discurso.
A la brecha digital, la brecha alimenticia y la brecha educativa, entonces, deberemos añadirle ahora la brecha sanitaria.
“Chocolate por la noticia”, hubiéramos contestado irreverentes, en otra época. Pero hoy ya no tenemos ganas de ser irreverentes, aunque no renunciemos a las ganas de señalar y criticar y publicar, cada día, al sistema bárbaro y criminal que hoy privilegia a una parte de la humanidad y desecha, como un estorbo o una molestia, al resto.
“Piensa globalmente. Actúa puntualmente” recomendaba un lema ecologista de la década del ’80. El médico Maradona no necesitaba lemas, ni consignas, ni programas, para saber cuál era su lugar en el mundo y para actuar con una enorme y superlativa humanidad.
Quería aliviar el sufrimiento humano. Abrazar a esos chicos tobas que eran sus hijos. Y a sus madres.
Tal vez el mundo consiga funcionar, alguna vez, sin funcionarios. Pero es seguro que no podrá existir, ni sobrevivir, si le faltan médicos como el doctor Maradona.