En la segunda carta a los Tesalonicenses, San Pablo advierte que “el misterio de la iniquidad ya está actuando” (2 Tes 2,7). Desde entonces la Iglesia ha entendido que la denuncia del “misterio de la iniquidad” está comprendida necesariamente en su predicación, como lo expresó San Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi (N° 28). Desde esta obligación evangélica nos vemos compelidos a llamar la atención sobre acontecimientos de público conocimiento de estos últimos días.
Desde hace ya varios meses la sociedad de nuestra patria viene soportando pacientemente los embates irresponsables y disolventes surgidos desde sectores importantes de la oposición al gobierno nacional. Autoerigidos defensores de la democracia y la institucionalidad vienen pervirtiendo el legítimo derecho a la oposición y al disenso atacando sistemáticamente las bases de la misma institucionalidad y la democracia. Políticos por cuenta individual y direcciones partidarias, con la complicidad de buena parte de los medios de comunicación, se han propuesto minar la autoridad política y moral de aquellos sobre quien recae la responsabilidad de gobernar y guiar al país en estos momentos de enormes dificultades sanitarias, económicas y sociales.
Hemos tenido que asistir (y soportar) impávidos a peligrosas argumentaciones anticuarentena, llamamientos a concentraciones que ponen en riesgo la salud de los asistentes (llevando probablemente al contagio y la muerte a un participante y activo convocante de esas protestas), invitaciones a armarse, amenazas de separatismos provinciales y otra larga colección de etcéteras: todo fundándose en la tergiversación de la verdad y mentiras lisas y llanas. Pero el despreciable comunicado de la dirección de Juntos por el Cambio con ocasión del asesinato de Fabián Gutiérrez ha llevado la paciencia ética de la sociedad al límite de lo tolerable. La supuesta “extrema gravedad institucional” que adjudican al desgraciado acontecimiento vuelve a revelar la “extrema inmoralidad”, la catadura ética de personajes que bien conocemos, la barbarie de quienes dicen representar la civilización. Parece no importarles hundir a la misma patria, con tal de que fracase el actual gobierno.
Cuando la inmoralidad se enseñorea de la política, se disuelven las bases de la convivencia y la cohesión social. Estamos convencidos de que es precisamente esa disolución lo que estos “dirigentes”, verdaderos agentes del mal, se han propuesto como finalidad: imposibilitar el diálogo y la búsqueda de los consensos necesarios para atravesar la crisis que atraviesa nuestra patria y de la que en buena medida han sido responsables.
Como cristianos y sacerdotes nos obliga el Evangelio; como ciudadanos (y a todos los ciudadanos) nos obligan la Verdad y la Justicia, la Paz y la Solidaridad: no podemos sino expresar nuestro repudio y desprecio de este modo de obrar. Hacemos un llamamiento a la sociedad entera, independientemente de sus simpatías políticas, a demostrar que no estamos dispuestos a dejarnos dirigir por el odio y la mentira.