Agencia Walsh
Nada fue lo mismo después de aquella foto. María Cristina Robledo posaba frente a su marido. Detrás de ella, un hombre y una mujer caminaban sonriente por la arena de Pinamar. Él nunca intuyó que era observado por la lente de una cámara Nikon, ni que el hombre de barba que supuestamente fotografiaba a su delgada mujer lo estaba esperando desde hacía mucho tiempo para registrarlo en la tapa de la revista Noticias, donde trabajaba. El asesinato de José Luis Cabezas, del que mañana se cumplen diez años, se transformó en un hecho crucial de la historia argentina.
La investigación develó relaciones, negocios y complicidades entre Alfredo Yabrán –aquel hombre que caminaba con su esposa por la playa y que, en mayo de 1998, cercado por la policía y acusado de ordenar el crimen se suicidó de un disparo en la boca– y buena parte de quienes manejaron el país en los últimos 30 años, entre ellos militares represores de la dictadura y el ex presidente Carlos Menem.
Según el veredicto surgido del juicio oral, el homicidio fue planeado por Gregorio Ríos, a cargo de la custodia de Yabrán, y ejecutado por policías bonaerenses y cuatro delincuentes oriundos de La Plata y denominados “Los Horneros”. Uno de ellos fue quien confesó el crimen ante el entonces gobernador bonaerense Eduardo Duhalde. De todos los involucrados, sólo dos permanecen en prisión a una década del hecho: Gustavo Prellezo le disparó al fotógrafo los dos balazos mortales en la nuca, y Alberto Gómez, el comisario de Pinamar al momento del crimen, se encargó de despejar la zona para cometer el asesinato. Ríos, quien habría respondido a la orden de Yabrán, fue beneficiado el 6 de octubre de 2006 por la Justicia y goza de un arresto domiciliario.
Yabrán aumentó su poder empresarial durante el gobierno de Menem; su nombre y sus actividades eran desconocidos hasta que Domingo Cavallo, en 1995, lo acusó de ser el cerebro de una “mafia enquistada en el poder político”, y que también incluía a dirigentes de la oposición. El empresario comenzó a tejer sus redes durante la última parte de la dictadura militar, se afianzó bajo la administración de Raúl Alfonsín y luego ejerció tanto poder como el Estado. “¿Qué es el poder? Impunidad”, respondió ante una cámara de televisión.
El conocimiento de su nombre, su rostro y sus actividades comenzó a desmoronarlo. En venganza ordenó el homicidio de Cabezas. Para los jueces Raúl Begué, Susana Darling Yaltone y Jorge Dupuy, a cargo del tribunal, Ríos y Prellezo no tenían motivos para matar a Cabezas, cuya tarea sólo molestaba a Yabrán.
Desde la muerte del fotógrafo nada fue igual. El sistema Excalibur de cruzamiento de llamadas telefónicas sacó de la oscuridad las cientos de comunicaciones que el empresario mantenía con el Presidente y decenas de funcionarios gubernamentales. Esos datos fueron divulgados por los allegados a Duhalde, que libraba su lucha de poder con Menem en busca de una presidencia que conseguiría años después tras un estallido social que, inclusive, pedía a gritos que se fuera.
Quizá sin quererlo, Cabezas desenmascaró con aquella foto, y como nadie volvió a hacerlo, las vinculaciones más siniestras entre políticos, empresarios, militares y policías. Aquella trama, sin embargo, no lo salvó a Yabrán de la muerte. El 20 de mayo del ’98, en una pequeña habitación de su inmensa estancia, en Entre Ríos (ubicada a pocos metros de la que habitaba el jefe de la SIDE, Hugo Anzorreguy), Yabrán tomó una escopeta y se disparó en la boca. Cinco días antes el juez José Luis Macchi, que hasta ese momento sólo había investigado casos con poca importancia en los tribunales de Dolores, había ordenado su detención.
María Cristina Robledo no supo aquel día que le daba la espalda al asesino de su esposo, ese hombre canoso y sonriente al que su marido José Luis había esperado durante tanto tiempo para capturarlo con su cámara de fotos. Posaba sonriente ante los ojos que, hace diez años, se transformaron en la imagen de un pedido siempre vigente: no olvidar.
Cuando Menem dejó solo a Alfredo Yabrán
Tenía el rostro muy serio. El 25 de junio de 1997, Alfredo Yabrán ingresó a la Casa de Gobierno. Lo esperaba Jorge Rodríguez, jefe de Gabinete de Carlos Menem, quien estratégicamente estaba de visita en Estados Unidos. Un mes antes, el empresario había declarado por primera vez en los tribunales de Dolores por el asesinato de Cabezas. Ya se conocía aquella versión judicial acerca de que había ordenado el crimen.
Frente a Rodríguez, Yabrán exigió protección política; sentía que de a poco las garantías menemistas se le terminaban. Cuando salió de la reunión, Yabrán sintió la condena social: varias personas rompieron los vidrios del auto que lo llevaba. “Tuvieron una actitud subversiva”, dijo Menem a la distancia.
Los testimonios que fueron clave
Francisco Cáceres, ex custodio de Alfredo Yabrán, fue el primero que involucró al empresario en el asesinato: dijo que no le gustaban las fotos. Después fue el turno del policía Gustavo Prellezo, el homicida, quien ante los psiquiatras José Abásolo y Silvia Dulay Dumm confesó que Yabrán lo había mandado a “apretar” al fotógrafo. En mayo del ’98, Silvia Belawsky, la esposa de Prellezo, admitió que su marido le había confesado que el empresario estaba detrás del crimen.