Por Dr. Hernán Jaureguiber y Bernardo Alberte (h)
¡Qué huérfanos de musas inspiradoras han quedado quienes se atrevan a abordar el género literario de la novela policial!
Lejos del genial Sherlock Holmes, nuestros sabuesos han demostrado que sólo tienen olfato para la muzzarela y los delitos de la prostitución y el narcotráfico, claro que en estos casos como socios del crimen.
Las autoridades políticas muestran su inanidad de recursos para conducir a los delincuentes de uniforme.
Estas líneas no intentan teorizaciones sobre criminología ni recetas contra la inseguridad, porque sus autores no tienen el conocimiento para brindarlas.
Sin embargo, sumando todos los casos irresueltos de investigación, prevención y represión del delito, resulta evidente que los agentes del orden vernáculos, únicamente sirven para reprimir protestas estudiantiles, sociales o desórdenes en recitales, sin siquiera lograr los básicos fines de dispersión de la multitud, pese a que en sus fallidos intentos, siempre despuntan su vicio de golpear salvajemente a individuos desarmados.
A la lista de fracasos policiales debe agregarse la impunidad y el escándalo en el procedimiento, que incluye sospechar a las propias víctimas, citando por caso el del padre de la niña Sofía, detenido y sospechado al igual que ocurrió con Fernando Pomar durante estos 24 días.
Qué decir del destino del testigo Julio López. O de José Luis Cabezas. O de la Masacre de Ramallo. O el crimen de Kosteky y Santillán. Siempre la maldita policía involucrada directa o indirectamente. Imposible no sumar a la lista las vinculaciones en el caso AMIA en donde se sospecha del Comisario Palacios, devenido en la respuesta del Jefe de Gobierno Porteño para garantizar seguridad a sus vecinos.
Y entonces, frente al reclamo incesante de sectores de la población clamando ¡SE-GU-RI-DAD, SE-GU-RI-DAD! resulta una obviedad concluir que no puede esperarse un éxito en la materia, contando como sujetos activos de las medidas reclamadas a estos agentes impresentables.
¿Cuántas muestras más se precisan para saber que quienes deben garantizar la seguridad no saben absolutamente nada sobre el tema ni son idóneos y además están involucrados en los peores crímenes que deberían combatir?
No se trata de razones ideológicas de izquierda o derecha, como podría suponer un análisis sobre las causas del delito; o la necesidad (o vocación) de algunos sectores de reprimirlo a costa de cualquier medio. Se trata simplemente del análisis de la segunda opción, no respecto de su legitimidad ética, sino de su efectividad, aún prescindiendo de la exégesis moral.
Darle más poder de fuego o de operatividad a los elementos policiales es como darle un cuchillo a un simio, que sin dudas atacará a cualquiera, incluido su amo.
De quienes no encuentran a cuatro cuerpos desperdigados en 40 Km, mal puede esperarse que encuentren a un asesino y mucho menos que lo aprehendan en movimiento.
Es inconsistente cualquier argumento que se dirija únicamente contra las autoridades civiles para fundar el descontrol de estas fuerzas, puesto que las condujeron desde menemistas fiesteros, hasta militares fascistas como el caso Rico, llegando a recontras derechosos como Macri, que se topa desde el inicio con el nada fino de Palacios y sus escandalosos espionajes sin poder controlarlo. Tampoco resultaron acertadas las políticas cuasi-progresistas como las intentadas por Arslanian, Juampi Cafiero, entre otros.
Es notorio que no depende de la conducción política ni judicial, porque no esperarán que un ministro reemplace al custodio de una sucursal bancaria mientras éste manda mensajes de texto en vez de estar atento a la circulación de personas. Como tampoco puede pedírsele a la fiscal que recorra, a pie o a caballo, los 40 Km. donde fueron encontrados los cuerpos de los desdichados Pomar.
Se podrá decir que las fuerzas deben ser purgadas, pero resulta a todas luces una tarea, por lo menos, sumamente extensa en tiempo que no evacuará las necesidades urgentes de los atemorizados clamantes de seguridad.
Por lo demás, la novel policía de la Ciudad de Buenos Aires, es el caso más patente de la imposibilidad de la purga, cuando la corrupción existe antes de que nazca la criatura.
Por lo tanto es notorio que, si existen soluciones, éstas no son sencillas ni pueden ejecutarse con la celeridad que espera parte de la población mediante reclamos amplificados por los tendenciosos medios de comunicación.
Estamos frente a un problema serio, que no parece de breve resolución.
Entonces, admitiendo que la apuesta es a largo plazo, se impone el deber de analizar si no es más conveniente (por supuesto que además de ético) suprimir las causas que producen el delito antes que atacar al hecho ya consumado, puesto que esta tarea, aunque lenta también, parece menos difícil que enderezar a las fuerzas policiales.
El problema no es la pobreza sino la riqueza
Llegado al punto de buscar las causas del delito, cada uno mira para el lado que le parece y algunos para cualquier lado.
A nuestro criterio se equivocan quienes señalan la causa principal del delito en la droga, puesto que drogones hay en todas partes y sin embargo, no siempre en esos lugares existe el mismo tipo de delito que alarma a la clase media argentina.
Aún en la clase media local, corre falopa a lo pavote, sin perjuicio de lo cual no todos los faloperos de medio pelo asesinan ancianas o catequistas, aunque muchos viciosos bursátiles o de otras disciplinas cometan delitos graves como vaciamientos de empresas, tráfico de medicamentos truchos, etc. Pero eso es “harina de otro costal”.
Tampoco aciertan quienes apuntan a la falencia educacional, mientras ellos mismos o su prole escriben con errores de ortografía o ignorando las efemérides básicas de nuestro calendario, aunque tengan aprobadas sus etapas educativas primarias y medias o inclusive terciarias.
Los brutos cometen un sinfín de equivocaciones, entre otras, adherir con facilidad a cualquier consigna facilista, arreados por sus miedos y por los medios de comunicación masivos. Sin embargo, tampoco salen a asesinar a mansalva, a tontas y a locas.
Finalmente, y a veces con buena voluntad, muchos señalan a la pobreza como causante del brote de violencia, amparados en la estadística ligera que muestra a los pibes chorros como estereotipados en personas humildes.
Y frente a esta estadística, más o menos veraz, están los que concluyen que hay que acabar con la pobreza y los que con cinismo sostienen que hay que acabar con los pobres (aunque no se diga directamente, estamos convencidos de la numerosidad de este último segmento de opinión).
Pero bien, sin querer polemizar con estas opiniones, advertimos que la pobreza no es, en sí misma, la causa de tanta violencia, aunque ésta la protagonicen a simple vista los pobres.
A mayor abundamiento, muchos de los crímenes recientes son cometidos por individuos de clase media baja y no por el último escalón social, de lo cual debe descartarse el delito famélico.
La pobreza se encuentra en relación dialéctica con la riqueza y es en este vínculo en donde debemos depositar la síntesis.
En Cuba, mal que le pese a la gusanada, no hay índices delictivos severos, como tampoco los hay en la Suecia Socialdemócrata ni en la Suiza ultra capitalista.
En uno habrá balseros y jineteras, pero no chorros. En otro hay suicidios, pero no homicidios a quemarropa por una moto o un celular.
Como rezaba el memorable tango de José María Aguilar, aquel guitarrista de Gardel que con aguda ironía advertía en la crisis del ’30 que “…el ladrón es hoy decente, a la fuerza se hizo gente, ya no encuentra a quién robar; y el honrao se ha vuelto chorro porque en su fiebre de ahorro, él se afana por guardar…”.
Más acá en la geografía y más allá en la historia, en las décadas de los ’40,’50, ’60 y ’70, superada la crisis del ’30 que abordó el poeta mencionado, (más allá de los crímenes políticos) no encontramos antecedentes que se parangonen con el problema actual, pese a que, como lamentablemente opinó Menem, pobres siempre existieron.
Y es cierto. Más o menos, pero pobres siempre existieron en las pampas.
Lo que no existía entonces era la exposición impúdica de la riqueza, sustentada no sólo por poderosos ricachones, sino por clasemedieros con un poco de viento a favor y mucho de negocio non sancto.
Basta con encender el televisor para tener como única realidad a vedetongas con autos descapotables, romances confesados al calor del dinero, conductores con muy poco glamour y mucho de estruendo. Ascensos sociales con poco mérito y con bastante desparpajo en cuanto a la fuente inmoral del mismo.
Si con sólo recorrer un barrio de clase media porteño, cualquiera se da cuenta que cualquiera tiene un auto cero kilómetro o una casa que sus padres o abuelos laboriosos no pudieron conseguir al cabo de una vida de trabajo.
Y frente a esta vidriera, la pobreza. La misma que antes, pero más extensa en su número y más ansiosa de tomar revancha por un destino que no pudieron evitar.
Repetimos. En las escuelas públicas, a las que concurrimos los firmantes de esta nota, también había chicos pobres llegados de villas de emergencias cercanas, pero todos jugábamos con las mismas bolitas junto al hijo del médico y el portero.
Además, las villas se concebían como lo decía su nombre: en una situación de emergencia y no en un destino inexorable… Y el que tenía un poco más lo vivía con recato, aunque consciente de la diferencia, no abusando hasta el hartazgo de ella.
Por lo tanto y como llegamos al desenlace de estas líneas, pensamos que el problema del delito, si éste guarda relación con la pobreza, no se soluciona eliminando pobres, sino curando la pobreza y esta última no tiene remedio si no se ataca a la riqueza.
Son los ricos, no sólo en su apropiación, los que producen pobres, tanto por lo que le sacan al miserable, como en la impotencia que en éste provocan.
A nadie le gusta ver comer caviar a un semejante, mientras él sólo procura un mendrugo.
Nadie soporta con equilibrio ser maltratado en su intento de limpiar un parabrisas de un auto que jamás podrá adquirir y que la publicidad lo muestra como una condición indispensable para ser feliz.
No hace mucho, una publicidad de automóvil mostraba a un horrible narigón, acompañado de una cálida señorita, mientras le dejaba una propina a otra persona igualmente narigona que servilmente le habría las puerta del flamante rodado. En la ocasión, el primero se compadecía de la triste situación del segundo, confesando que el coche que adquirió le cambió su autoestima. Mensaje publicitario vomitivo por donde quiera mirarse.
Nada bueno puede esperarse de una sociedad así concebida. Aunque eliminen pobres físicamente, otros tantos aparecerán si el sistema consiste en la producción de éstos.
Y si del resentimiento se trata, ningún futuro promisorio puede esperarse si quienes lo producen no echan mano a la humildad, en vez de pensar en tanta violencia represiva para paliar lo que ellos mismos generan por su propia naturaleza.
En síntesis, el problema no es la pobreza, sino la riqueza.
La solución no radica en atacar a los humildes, sino en bajarle el copete a los fanfarrones embriagados de bienestar económico. No ingresar a las villas para encontrar delincuentes, sino ingresar a la AFIP para descubrir ingresos de dinero ilícitos más importantes que las obtenidas en un arrebato callejero. No detenerse tanto en el episodio del robo de un automóvil, como en la comercialización de las autopartes, efectuada en lugares bien visibles y consumidos por consciente clientela que no le importa el origen sangriento de lo que pagan más barato. No horrorizarse tanto con el patotero, tan difícil de buscar en la multitud, sino con el jefe de la patota, tan fácil de descubrir en las jefaturas de sindicatos.
Éstas no son más que sugerencias no taxativas, pero ejemplificativas para pensar en los verdaderos culpables de tanta violencia y encontrar soluciones, no tan ligeras como las que suponen el grito vacío de SE-GU-RI-DAD, pero más duraderas y éticas como edificar una sociedad justa, libre y soberana.
Consolidada esta sana realidad, la consecuencia será esa seguridad a la que todos anhelan pero que no todos merecen.