El año pasado fue triste para los argentinos y para América latina. Sus últimos días reafirmaron esa sensación con dos pérdidas importantes: se fueron del mundo terrenal Osvaldo Bayer y Héctor Timerman. Dos figuras señeras que, si bien se puede pensar en una coincidencia en cuanto a sus afanes de lucha infatigable, aparecen como cursos existenciales muy diferentes. No es imaginable un Osvaldo diplomático ni un Timerman escribiendo un libro sobre Severino Di Giovanni.
De todas formas, hay algo común en ambas trayectorias. Cada uno de ellos esculpió su figura con autenticidad hasta el final, porque la existencia es una suerte de escultura que vamos configurando con cada acto, con cada toque de cincel, hasta el último día y, como toda escultura, podemos destruirla con un golpe errado. En este caso, los dos las cincelaron con fineza y perfección hasta el final. Sin embargo, pese a esta coincidencia ejemplar para cualquier luchador y militante, no cedería con eso la sensación de cierta lejanía en sus respectivos cursos.
Esa aparente y superficial disparidad se disolverá del todo cuando con la perspectiva que regala el tiempo –que regala pocas cosas– pensemos en un Osvaldo memorioso, que dedicó su vida a resucitar víctimas de la crueldad argentina. Después de leer a Bayer, las atrocidades de la última dictadura cívico militar no aparecen como un episodio suelto de nuestro pasado. El horror no fue producido por una invasión extranjera ajena de nuestro curso histórico como pueblo, sino que nos hace conscientes de la larga cadena de crímenes incalificables de todas las minorías privilegiadas y antipopulares de nuestro pasado. El gran maestro Osvaldo llevó la memoria por la que se baten las Madres, las Abuelas, los Nietos, hasta el fondo de nuestra historia. Memoria, verdad y justicia es lo que siempre reclamó para todos los episodios de la crueldad de vendepatrias de todos los tiempos.
Osvaldo no se ha ido, seguirá siempre con nosotros, porque al narrar historia hizo historia, que no se agota en el relato de cualquier hecho pasado, sino en la memoria de los hechos que determinan o condicionan nuestro presente. Y en ese presente nos encontramos con Timerman, la última víctima de la crueldad de nuestra historia. El relato de Osvaldo sigue su curso y Timerman lo renueva dramáticamente.
No es necesario relatar lo que ya muchos hicieron y todos sabemos. A Timerman lo mataron o, al menos le aceleraron arteramente la muerte. Nadie es ingenuo y todos saben que deprimir a un enfermo de cáncer le produce la muerte. Nadie ignora que interrumpirle un tratamiento le quita posibilidades de vida. Ahora no es necesario esconder bajo la toga el hacha del verdugo, pues hay modos más sutiles, causalidades no tan relevantes para la responsabilidad penal, pero sí para la responsabilidad moral.
Esto es lo que une las dos existencias que culminaron su curso en los últimos días del año. Uno recuperó la memoria del pasado de crueldad, el otro testimonió la continuidad de la crueldad en el presente. Ambos unidos en la aporía agustiniana: el pasado ya no es, el futuro aún no es y el presente es una línea divisoria entre dos cosas que no son. Los unirá siempre en la memoria popular la continuidad de la crueldad argentina.
Pero no todas fueron malas noticias en los últimos días del año. La extrema crueldad tiene un efecto paradojal: hace reflexionar. Hubo tres juezas que absolvieron a otra víctima de la crueldad, a Milagro. Y otras juezas también tomaron decisiones conforme al derecho, que parecía ya no regir en nuestra Patria. Juezas, sí, mujeres, por suerte, como las Madres hace más de cuatro décadas. Aprendan los hombres.
Pepe Mujica, con su consabida sabiduría de víctima, dijo hace unas semanas que no hay derrota definitiva ni victoria definitiva, sino lucha. Si no hubiese avances y retrocesos en la lucha, no se trataría de una lucha, sino de un paseo o caminata. Y la lucha por la soberanía de los pueblos tiene cinco siglos en nuestra historia nacional y regional. Estoy seguro de que un día nos sentaremos a tomar un café o a beber una copa de vino en la esquina de las calles Bayer y Timerman.