Christopher acababa de ser papá. Llevaba dos semanas durmiendo poco y mal. Ese domingo había salido con su camioneta para ir a comprar pañales. En la esquina de Ancaste y Monteagudo en Parque Patricios un grupo de prefectos le disparó y lo mataron con un balazo en la nuca.
No avisaron a nadie. Abandonaron el lugar.
Dejaron huérfano a su bebé.
Viuda a su esposa.
Mataron en vida a sus padres.
Más tarde nos enteramos, los prefectos, estaban fuera de su lugar designado, la villa 21, tratando de coimear automovilistas para hacerse unos mangos, por eso, abandonaron el lugar y recogieron los cartuchos para no ser inculpados.
Con el decreto del gobierno habilitando a matar a cualquiera que no escuche el alto de una fuerza de seguridad, el crimen de Christopher, quedaría impune.
Miralo bien.
Sacate los prejuicios clasistas y estúpidos.
No era un delincuente.
No estaba armado.
No era morocho.
No era senegalés.
No era boliviano.
Su “delito” fue no escuchar el Alto.
Era blanquito.
Gringo de ojos claros.
Eso no le salvó la vida