Hoy, señores y señoras, argentinos todos, recibo el primer premio en mi vida y, perdónenme mi arrogancia, me voy a subir al techo de mi vieja casa de Belgrano y lo voy a gritar a los cuatro vientos: ¡Las Madres de Plaza de Mayo, al anochecer, en su plaza, me dan el premio “Veinte años juntos”! Ya nada, queridos mortales, será igual. Es el Premio Nobel más el Premio Cervantes más el Premio Príncipe de Asturias más el de ciudadano ilustre de Buenos Aires, más todos los Martín Fierro más el Paraíso, el país Edén. Esta tarde estaré en el Paraíso, ahí en Plaza de Mayo, entre medio de las Madres de Pañuelo Blanco que me van a dar un beso en la mejilla y otro en la frente, después de haber caminado veinte años de historia argentina. Y hoy estarán además todos sus hijos con el mismo rostro que tenían cuando cumplieron 18 años y se decidieron a dar la mano solidaria a los humillados y ofendidos de la tierra. Pero además podré abrazar nuevamente a Rodolfo Walsh y al gringo Tosco, que vendrá en su overall de siempre, directo de la usina, los dos encabezando la columna de los treinta mil. Y por la izquierda llegará con su ancho sombrero Emiliano, al lado de Augusto César y los cien de su pequeño ejército loco. Y por qué no, el mismo Jesús, aquel de las Escrituras, esta vez con rostro mapuche, desde Cutral-Có.
Por supuesto que los tres de siempre van a querer infiltrarse: Judas, Astiz y Bernardo, pero un par de adolescentes los correrán hasta el séptimo círculo de los infiernos. Y quedaremos entre nosotros. Porque el pueblo argentino no se divide entre ricos y pobres, entre solidarios y egoístas, entre peronistas y radicales, no, la única división que recorre el país está entre los que acompañaron a las Madres y los que miraron para otro lado cuando las vieron marchar.
Cuando ellas me den el premio esta tarde, me volveré infinitamente joven, la sangre me bullirá más roja que nunca y me quemará en venas y arterias de pura fuerza y gratitud por ellas, las heroínas de brazos abiertos. Y apenas reciba el premio saldré corriendo hasta la casa de los libertarios para recordar a aquellos mártires increíbles, los que el dinero ahorcó en Chicago, esos increíbles héroes de las ocho horas de trabajo: Spies, Fischer, Engel, Parsons, Lingg. Y estaré en la casa de los libertarios hasta que asome el 1º de Mayo, el día de todos los trabajadores del mundo, que seguirán en el mismo camino hasta reconquistar las sagradas ocho horas.
Pero luego regresaré a mi barrio, a mis calles de niño para volver a recorrerlas con mi padre y mi hermano Franz, con traje marinero, pero antes mi madre me abrochará la camisa, y me reencontraré con mi hermano Rodolfo, muerto en el sagrado fuego de la solidaridad, lo besaré y acariciaré su frente, esa frente hermosa llena de bondad, le regalaré mi premio y, ya solo, me pondré a llorar de pura alegría, de puro agradecimiento. Lloraré con los brazos abiertos por entre los viejos árboles que conocieron mi infancia y despertaré a todos los vecinos de aquel entonces y les diré que he regresado con laureles en mis sienes. Mi mujer adolescente me estará esperando con una torta de manzanas, bailaré con mi hija, jugaré simultáneas de ajedrez con mis hijos y luego saldré con mis diez nietos a juntar higos maduros.
Por último ya podré dormir, luego de leer una poesía de Hölderlin y de escuchar “La bella molinera”, de Schubert. Será cuando reingrese al Paraíso por el camino de los abedules donde divisaré a las Madres del Pañuelo Blanco abrazadas a sus hijos, en el reencuentro definitivo