Se acercó a la máquina expendedora de café. Introdujo la ficha en la ranura correspondiente y se derrumbó. Antes de que el vaso emergiera cumpliendo su cometido.
Y comenzó el drama. Sus compañeros de trabajo corrieron en su auxilio. Nervios, gritos, alguien que le hace las primeras maniobras de resucitación. Otra que llama a los gritos al médico del organismo. El doctor, un dermatólogo joven, llega y agitado pide un desfribilador. Se da cuenta de la gravedad de la situación.
Sucede en el undécimo piso del edificio del Ministerio de Relaciones Exteriores de la Argentina. En el decimotercer piso había un desfibrilador, pero “es de uso exclusivo del señor ministro”, le dijeron.
Hay otro, pero está bajo llave en una oficina y el responsable de abrir no está.
La ambulancia llegó tarde. La mujer tenía 50 años y estaba esperando la respuesta de las autoridades de la Cancillería acerca de su continuidad laboral. O no.
No se conoció el nombre de la víctima porque tanto “ayer como siempre, en el diario no hablaban de tí ni de mí”, como canta el devaluado Joaquín Sabina.
Una muerte meritocrática por la privatización del instrumento adecuado y por la irresponsabilidad responsable.
A 1.259 kilómetros de allí y varios días después, en Tucumán, dos policías provinciales asesinan por la espalda a un niño de 12 años de edad, Facundo Ferreira.
Morocho, pobre, con portación de cara y sospechas lombrosianas, la imagen de su cuerpo inerte y ensangrentado ensucia las redes sociales, grita el horror y maldice a las fieras desatadas por una doctrina que premia el homicidio por razones ideológicas y étnicas.
Pero claro, los medios de descomunicación están inundados de frivolidades, mentiras y chismes mientras el cuerpo de Facundo siembra perplejidades y lo convierte (es apenas una expresión de deseos) en Fecundo.
Dos tipos de muerte. Una, la de la desidia aristocrática y administrativa. La otra, una muerte clasista.