Por Carlos del Frade (APE)
Daniel tiene veintiséis años, dos hijos y sus pulmones no dan más como consecuencia de inhalar pegamentos día tras día, año tras año en un pequeño taller de zapatería donde trabajaba dieciséis horas cotidianas para ganar 240 pesos mensuales, unos ochenta dólares.
Daniel no encuentra medicina ni futuro en las mentirosas cifras que señalan el crecimiento del empleo, la riqueza y las ganancias. Ninguna de esas cifras le amortigua el asma ni la desesperación que siente cuando piensa en sus pibes.
Por eso Daniel puso en venta uno de sus riñones en más de quince mil dólares.
Su testimonio es la más visceral contracara de la ficción oficial que canta loas al presente argentino.
Porque Daniel forma parte de la historia de los trabajadores de un país que supo hacer del derecho laboral un carné de identidad a nivel mundial. Pero eso fue hace mucho tiempo, cuando Daniel todavía no había nacido. Cuando la Argentina, en serio, repartía en partes iguales lo que derivaba del trabajo de sus habitantes.
-Fue una decisión que me costó, pero mi esposa me apoyó: total, creo que no me voy a morir… Era una explotación, yo quería seguir, sólo que no podía aguantar más porque las emanaciones del pegamento me asfixiaban y agravaban el asma -cuenta Daniel sobre su trabajo de dieciséis horas diarias y ochenta dólares mensuales.
“Creo que no me voy a morir…”, dice Daniel mientras oferta su riñón para darle algo a sus dos hijos de uno y dos años, los que viven con él y su compañera en una “choza” en los arrabales de Resistencia, capital del Chaco.
“Creo que no me voy a morir…”, es la frase que elige el joven laburante sin saber que, en realidad, es el sistema el que lo está matando. No se trata de una decisión individual de Daniel. La contaminación, la explotación, el desprecio por su vida no forman parte de la naturaleza ni es consecuencia de su capacidad personal para pegar suelas de zapatos, sino de una lógica empresarial estatal de priorizar los números y relegar lo humano más allá de cualquier consideración.
Las crónicas periodísticas afirman que ya hay cinco interesados en comprarle el riñón de Daniel.
Y él, con su asma a cuestas, se ilusiona que esos quince mil dólares ayudarán a darle un mejor pasar a sus hijos.
Conmueve la inocencia del desesperado joven chaqueño. Indigna la culpabilidad de un sistema viejo de explotación que oculta sus explotadores y cómplices.
-Quiero hacer esto y poder cambiar la vida de mis hijos, porque estamos pasando muchas necesidades -dice Daniel.
También le advierten a Daniel que vender órganos es un delito, como si la explotación laboral y el empobrecimiento planificado no lo fueran.
Ojalá que Daniel sea abrazado por el pueblo chaqueño, por las organizaciones sindicales que siguen peleando por los derechos de los trabajadores y por los tibios bracitos de sus hijos y su compañera. Porque su riñón vale mucho más que quince mil dólares, vale la dignidad histórica de una clase que todavía no se resigna a ver en la miseria a sus amores, más allá de las hipocresías obscenas del sistema.