Aquel día, el joven anarquista Simón Radowitzky consumó la acción que cambiaría su vida y marcaría la historia: arrojó una bomba casera dentro del coche del jefe de Policía, responsable de la represión durante la Semana Roja.
Media mañana en Buenos Aires. Un joven vestido de negro baja del tranvía 17 y camina, tranquilo, en dirección al cementerio de la Recoleta. Se acerca con sigilo y no llama la atención de la gente que circula por la zona. El coche del jefe de Policía, Ramón L. Falcón, sale del camposanto y pasa a su lado, mientras el policía conversa con su secretario, Juan Lartigau. De pronto un estruendo detiene el auto y frena el tiempo: una bomba arrojada dentro del coche hace volar por el aire a los policías, quienes caen sobre los adoquines. Están vivos, pero sus heridas son irreversibles. Unas horas más tarde de aquel 14 de noviembre de 1909, mueren en el Hospital Fernández.
El anarquista ucraniano Simón Radowitzky corre, sin perder un segundo, por Avenida Callao. Lo persiguen algunos vigilantes y también hombres que estaban en la zona, hasta que consiguen encerrarlo. Preparado para lo peor, Simón grita “¡Viva la anarquía!” y se pega un tiro en el pecho, con el que quiere ponerle un dramático punto final a sus 18 años de vida. Pero la suerte no quiso acompañarlo en esa despedida y apenas le queda un rasguño. Lo esperará la oscuridad de la tortura más salvaje y, luego, una condena a prisión por tiempo indeterminado en el penal de Ushuaia.
El ataque al jefe de Policía comenzó a planearse meses antes, cuando las fuerzas de seguridad reprimieron a los trabajadores anarquistas que conmemoraban a los mártires de Chicago el Día del Trabajador. Fue un acto con oradores, que reclamaron por la falta de empleo y los bajos salarios y recalcaron que el gobierno de José Figueroa Alcorta era indiferente ante los padecimientos sociales. Los espiaba Ramón Falcón desde su coche, y no tardó en ser descubierto por algunos de los manifestantes, quienes le arrojaron piedras. Entonces, el policía dio orden de que se reprimiera a los obreros y sus familias: los uniformados atacaron con armas de fuego y sables, mataron a 11 personas y dejaron con graves heridas a otras 80, entre las que había un gran número de niños.
Comenzó la llamada Semana Roja. Ordenaron clausurar los locales anarquistas y detener a los militantes. Mientras, las familias que habían sido atacadas intentaron velar a sus muertos pero fueron nuevamente reprimidas en la puerta de la morgue. Unos 4000 manifestantes consiguieron llegar hasta el cementerio y ahí fueron una vez más atacados a tiros por la Policía. La Unión General de Trabajadores –socialista– y la Federación Obrera Regional Argentina –anarquista– llamaron a la huelga general, que duró una semana. Una de las actividades fue una nueva manifestación en la plaza donde todo había comenzado, el 1 de Mayo. A ese encuentro histórico concurrió Radowitzky, quien había llegado a la Argentina escapando de los zaristas. Este joven de 18 años decidió entonces que la masacre no podía quedar impune.
Tras 21 años de cárcel, con una secuela de torturas y privaciones agravadas luego de ser recapturado tras el frustrado escape a Chile, en 1930 fue indultado por Hipólito Yrigoyen y deportado al Uruguay, volvió a Europa y contribuyó con el sector republicano durante la Guerra Civil Española. Tras la derrota consiguió escapar de España. Finalmente logra llegar a México, donde fue cobijado por el poeta uruguayo Ángel Falco. El símbolo del anarquismo pasó sus últimos años editando una revista donde daba curso a sus ideas políticas, mientras se ganaba el pan como obrero en una fábrica de juguetes. Murió a los 64 años.
Fuente: redacción Laurdimbre y Caras y Caretas