Por Antonio Brailovsky
Tal vez la mejor publicidad para la película de ciencia-ficción “El día después de mañana” la haya hecho el Presidente George Bush, al prohibirle a los científicos de la NASA hacer comentarios públicos sobre ella. De este modo, trataba de eludir las críticas por no haber firmado el Protocolo de Kyoto ni haber puesto en marcha una política efectiva para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Lo hizo con el argumento de que no existía certeza en la comunidad cientifica sobre las características y consecuencias del cambio climático global.
Llama la atención el que el gobierno norteamericano haya renunciado al uso del principio precautorio en el tema ambiental. Como se recordará, ese principio enuncia que ante riesgos de gran magnitud, es conveniente actuar sin tener que esperar la completa demostración cientifica de los hechos. (El principio precautorio también está incluido en la Ley General del Ambiente de la Argentina, cuya reglamentación estamos esperando desde hace tiempo).
Vale la pena señalar la contradicción: el gobierno del Presidente Bush aplicó el principio precautorio en Irak, al invadir ese país sin tener la completa evidencia de que existían armas de destrucción masiva que lo pudieran amenazar. Sin embargo, no quiso aplicarlo cuando la amenaza son los gases que su propio pais emite a la atmósfera.
El estreno de “El día después de mañana” ha hecho que los ambientalistas recibiéramos numerosas consultas sobre el tema. ¿La película es pura fantasía o tiene una base real?
¿Puede pasar algo semejante en la Argentina?
Todas las sociedades humanas se desarrollan suponiendo un cierto tipo de condiciones climáticas. El clima es, para nosotros, un eje organizador y una hipótesis implícita de continuidad. Edificamos a una cierta distancia del río, porque allí vamos a tener facilidad de abastecimiento de agua pero, al mismo tiempo, nos vamos a ver libres de inundaciones. Si comienza a llover más que antes, nuestras ciudades se inundarán. Si llueve menos, tendremos problemas para el abastecimiento de agua. Es decir, que en la mayor parte de las actividades humanas tenemos hipótesis implícitas de regularidad climática.
Los nómades primitivos (como los judíos de la primera parte del Antiguo Testamento) dependían del clima del momento presente, y ése fue el principal motivo para volvernos sedentarios. Huyendo de esa forma de vulnerabilidad, nos volvimos sedentarios y comenzamos a construir ciudades. Sólo que, al dejar de ser nómades, cambiamos la forma de vulnerabilidad ante el clima. Dejamos de estar tan atados al clima del momento presente, al sol y a los pastos, y comenzamos a crear estructuras rígidas, que se vuelven vulnerables a los cambios que tiene el clima en el mediano y el largo plazo.
Cuanto más grandes las ciudades y más complejas son las obras humanas, mayor es su rigidez, y es también mayor su vulnerabilidad ante las variaciones climáticas. Por los condicionamientos que nos impone nuestra cultura, nos resulta difícil de percibir la magnitud de sus efectos sobre las sociedades humanas.
A lo largo de la historia, el clima ha cambiado muchas veces. La Grecia clásica surgió en un momento de clima favorable en el Mediterráneo, que permitió destinar parte de los excedentes a construir la democracia y el Partenón.
Para dar un ejemplo opuesto, la Roma antigua se desarrolló en una etapa mucho más seca, y eso explica la proliferación de grandes acueductos en las ciudades romanas, ya que los ríos no alcanzaban a abastecer a su población urbana. Hay historiadores que sostienen que la decadencia del Imperio Romano influyeron los cambios climáticos ocurridos en los primeros siglos de la era cristiana. Afirman que hubo un momento en que se cruzó un límite agroecológico y se hizo cada vez más difícil alimentar y sostener una ciudad de un millón de habitantes.
Tuvimos una Edad Media bastante cálida y un Renacimiento tan frío, que los climatólogos usan la expresión “pequeña edad del hielo” para referirse al período que va desde el descubrimiento de América hasta la segunda mitad del siglo XIX.
Estos cambios han sido habituales en nuestro planeta. Sin embargo, esta vez hay una diferencia cualitativa: es la primera vez en la historia humana que nuestra conducta como especie está cambiando el clima de la Tierra. Tal vez estemos acelerando y profundizando un proceso natural que, sin la acción humana, se hubiera dado con mucha mayor lentitud y un menor impacto sobre nuestra vida.
A partir de la revolución Industrial iniciada en Inglaterra a mediados del siglo XVIII, la nuestra es una civilización del humo. Desde ese momento, estamos lanzando a la atmósfera gases que están cambiando las condiciones térmicas del planeta y provocando el efecto invernadero. En una habitación cerrada, los rayos del sol, al atravesar un vidrio, transforman su energía lumínica en calor. Lo mismo hacen con nuestra atmósfera los gases que emiten sin ningún control millones de automóviles y de industrias.
Así, desde mediados del siglo XIX, la temperatura no ha dejado de subir, pero ahora el ritmo se va acelerando. La contaminación hace que lo que en otras épocas ocurría con lentitud, ahora suceda un ritmo que hace muy difícil la adaptación.
Para agravar las cosas, cuando se conoció el fenómeno y sus riesgos, se esperaba una respuesta de los dirigentes políticos de las grandes potencias, que no están actuando a la altura de la situación. Si el cambio climático ya es inevitable, lo que nos queda es establecer una estrategia de adaptación. Y para eso, lo mejor es tener una idea de lo que puede ocurrir en la Argentina. Saber lo que se viene es la mejor manera de poder actuar sobre eso.
Por una parte, va a hacer más calor, pero sólo en promedios generales. Esto va a alcanzar para cambiar la intensidad de los vientos. Como consecuencia de eso, muchas de las nubes cargadas de lluvia no van a llegar al interior del país, sino que van a dejar su carga en las zonas costeras. Esto significa que en Argentina vamos a tener una combinación de grandes lluvias (y por consiguiente, de inundaciones) en las zonas costeras con sequías en el interior del país. Es decir, que las situaciones extremas van a agravarse cada vez más.
¿Cuándo va a pasar esto? Ya está ocurriendo, sin que nos demos cuenta. La mayor frecuencia de avisos de alerta meteorológico de los últimos tiempos es sólo un anuncio de lo que se viene. La propia Buenos Aires se inunda cada vez más, a pesar de las obras que se vienen haciendo para paliar el problema. Una de las razones es que ahora llueve el doble de lo que llovía un siglo atrás, cuando se diseñaron los desagües. Por eso no tiene sentido atribuir toda la responsabilidad de cada inundación al Gobierno de turno, ya que se trata de un problema que fue construyéndose de a poco durante mucho tiempo. Y la cosa recién comienza. No sabemos cuánto tiempo va a pasar para que el nivel de lluvias en la ciudad vuelva a duplicarse, pero seguramente va a ser mucho menos que en el pasado.
Se habla del derretimiento de los hielos de los casquetes polares. No parecen verosímiles las hipótesis de ciencia-ficción, de un ascenso de varios metros en el nivel del Mar Argentino. Sin embargo, no hace falta mucho para producir desastres, aunque esos desastres no tengan la misma forma que los de la película. Es probable que un ligero aumento del nivel del mar provoque una intrusión marina que entre por Laguna Mar Chiquita, próxima a Mar del Plata y ocupe todo el centro de la Provincia de Buenos Aires, especialmente las lagunas encadenadas. Es decir, que podemos llegar a tener un amplio espacio de mar en el interior de la Provincia de Buenos Aires, ocupando la zona que los geógrafos llaman la “cuenca deprimida del Salado”. Ciudades como Chascomús, Lobos, Monte, etc., pueden seguir el destino de Carhué, que estuvo largo tiempo debajo del agua.
Tormentas marinas más intensas pueden aumentar la erosión costera, lo que significará perder toda la arena de las playas de Gesell, Pinamar, San Clemente, etc. De los balnearios de esa zona, nos va a quedar apenas una larga península, separada del continente por un brazo de mar, y con el agua llegando hasta el borde de las costaneras, ya que la erosión se irá llevando la arena de las playas. Aquellos que hayan visto la costa de San Clemente durante una sudestada con marea alta, pueden tener una idea bastante clara de cómo pueden quedar la mayor parte de nuestros balnearios en el futuro.
Esas mismas tormentas pueden afectar la ciudad de Viedma, a apenas 2,5 metros sobre el nivel del mar, estará en peligro y tal vez tenga que ser abandonada. Viedma ya pasó por una experiencia de destruccion completa por un huracán del sudeste a fines del siglo XIX y puede correr riesgos semejantes si el cambio climático avanza. Lo que es un argumento más sobre la irracionalidad que significó aquél intento de trasladar la capital de la Argentina a esa ciudad.
En las ciudades que están en la costa de los grandes ríos, barrios enteros van a tener inundaciones muy frecuentes y tal vez tengan que ser evacuados en forma permanente. Esto va a afectar a toda la zona costera del Gran Buenos Aires, desde Quilmes hasta Tigre. Pero también irá más allá, llegando hasta Resistencia, Formosa y Posadas. Hasta ahora nadie se ha atrevido a hacer un pronóstico serio de lo que puede ocurrir con algunas zonas elegantes ubicadas cerca del agua, como por ejemplo Puerto Madero.
En las zonas secas, las menores lluvias disminuirán el caudal de los ríos. Esto hará que Mendoza y San Juan tengan que reducir sus áreas de riego. Otras ciudades, que dependen de ríos de menor caudal, probablemente no puedan ser abastecidas y deban evacuarse. La Rioja puede ser la primera de una serie de ciudades en peligro por una sequía permanente.
La economía del país cambiará porque algunas zonas dejarán de ser aptas para los cultivos actuales, algunas veces por falta y otras por exceso de lluvias. Habrá también cambios en las condiciones sanitarias, al extenderse las enfermedades tropicales y subtropicales como el dengue y la leptospirosis.
Cada una de estas situaciones requiere de la organización derespuestas, tanto en el terreno agronómico como urbanístico y sanitario. Es el momento de definir estrategias de adaptación en el corto, mediano y largo plazo, para un país que está cambiando. ¿En cuánto tiempo? En el curso de nuestras propias vidas.