Las Torres “el Faro” aludidas en esta nota. De 150 metros de altura, se encuentran ubicadas frente a la Reserva Ecológica en Av. Calabria y Azucena Villaflor.
Por Arq. Ramón Guriérrez
No quisiera que me llamaran agorero, pero cuando las cosas suceden es el momento de prestar atención a problemas similares y reflexionar sobre nuestra circunstancia. El 11 de septiembre, abatidas las torres gemelas de Nueva York por el terrorismo, tuvimos la certeza de que los bomberos mejor equipados no podían subir más allá del piso 33. En las últimas semanas hemos visto a colegas advertir sobre el uso inadecuado de los materiales en las mismas circunstancias que alababan las torres que se construyen en Buenos Aires y que superan raudamente esas alturas.
Alguna de ellas, expresión de la euforia de los 90 del “deme dos”, testimonia el edificio más alto del país. El arquitecto proyectista declaró ante el municipio que sus torres eran de “bajo impacto ambiental”. Ello violaba las disposiciones legales en vigencia por tratarse una obra de más de 10.000 m2, lo que la ubicaba en otra categoría. Claro está que mediante ese mecanismo y la anuencia del municipio se evitaron tener que hacer una audiencia pública para explicar el proyecto y las medidas de precaución adoptadas. El propio empresario manifestaba públicamente que le hubiera gustado agregar más pisos mientras el arquitecto argumentaba que los “puentes” ubicados entre las torres aseguraban la evacuación en casos de incendio.
Sin embargo, no se explicaba que esos “puentes” pueden transformarse justamente en túneles de succión que trasladen el humo y el fuego de una torre a otra, ni tampoco qué sucedería si, como en las “gemelas” de Nueva York, el incendio era en ambas torres. Probablemente los departamentos por encima del piso 33 se estén vendiendo con paracaídas, pero habrá que asegurar que las ventanas basculantes permitan a los usuarios el lanzamiento adecuado.
El negocio de las torres no sólo atenta contra el patrimonio cultural y la calidad de vida de nuestra ciudad, sino que también puede llegar a generar una catástrofe similar a la que hemos vivido hace un mes. Es tiempo de que se piense más en el bien común y menos en los brillantes negocios de arquitectos y empresarios que, atentos a sus ganancias, soslayan los riesgos de estas decisiones. Está en manos del municipio hacer respetar sus normas y cambiar aquellas que implican riesgo a los habitantes. Pero también está en nosotros, ciudadanos, exigir que se prevean estos problemas, está en la responsabilidad de los profesionales, empresas de la construcción e inmobiliarias el tener más respeto por la vida ajena. Es hora de reflexionar y actuar.