Aníbal Ibarra no concita esa clase de adhesión popular que asociamos con los líderes carismáticos. Es un tipo más bien gris que se expresa en un tono monocorde y hace abuso de algunas muletillas. “A ver” es la más conspicua. Precede por lo general a casi cualquier pregunta. “A ver” en la taquigrafía verbal de Ibarra significa: “Ahora me dispongo a hacer un análisis lógico de su pregunta replanteando correctamente el interrogante para presentar mi propio análisis lógico-jurídico-político-institucional y lógico”. Ibarra es un tipo sin matices policromáticos. Discurre siempre por el andarivel intelectual. No se enoja, no se exalta, no se ríe, no se entusiasma. Peor aún: no se equivoca. O más bien jamás admite haberse equivocado.
Esta percepción de la personalidad del suspendido Jefe de Gobierno, creemos, está bastante generalizada entre los porteños.
A la vez se lo ve como un hombre de ideas progresistas y un administrador honesto. Cuando abandone la función pública su patrimonio no habrá engrosado como es habitual entre buena parte de los miembros de la clase política argentina. Hasta donde se sabe públicamente, no ha utilizado su cargo para hacer negocios ni existen denuncias que lo hagan aparecer favoreciendo a sus amigos. Ideológicamente pertenece a un centro, que —en palabras de Susana Viau—…“se mueve cómodo en el terreno de las culturas, de las costumbres, un terreno delimitado por las libertades individuales, la enseñanza laica y gratuita y obligatoria, la unión civil para personas del mismo y de distinto sexo, la educación sexual y la prevención del embarazo adolescente y del sida”.
Ibara es un libre pensador que no se lleva bien con la Iglesia, algo que quedó en evidencia tras el respaldo a la “herética” muestra del artista plástico León Ferrari, vilipendiada por la Jerarquía católica. Durante la campaña que desembocó en su reelección a un segundo mandato admitió ser ateo dando muestras de una franqueza inusual para la aritmética proselitista prevaleciente.
Esa ideología progresista sustentó también la creación del “Vale Ciudad” luego de la debacle del 2001, que ha probado ser un instrumento efectivo para paliar las necesidades alimentarias básicas de familias de bajos recursos.
En lo político sobrevivió a la hoguera del 19 y 20 de diciembre de 2001 que consumió a sus socios de la Alianza, pero no supo construir alternativas. En la Legislatura le queda un par de adherentes directos. Tampoco supo, quiso o pudo tejer alianzas sociales que le dieran un claro sustento a su gestión.
Pero hubo otro incendio, éste no ya metafórico, el 30 de diciembre de 2004. Esa noche marcó un antes y un después. Ibarra está hoy en el banquillo de una cruzada inquisitorial que intenta quemar al hereje más que exigirle rendición de cuentas al administrador.