Un informe de la Defensoría de la Ciudad revela la continuidad del trabajo esclavo en talleres textiles clandestinos, cuyas víctimas son costureros bolivianos indocumentados y cuyos beneficiarios en última instancia son renombradas marcas que tercerizan la confección a los talleres de explotadores del trabajo humano.
Con la convertibilidad, todo parecía color de rosa. Una simple moneda alcanzaba para comprar un dólar, el mercado ofrecía los artículos más insólitos y las tarjetas de crédito alentaban el consumo. Los emblemáticos shoppings albergaban a locales de indumentarias de marca que subyugaban a los porteños y los convencían de que un monograma o una etiqueta eran el pasaporte hacia el éxito. Hoy, con la convertibilidad bien muerta, el culto por las marcas del vestir subsiste y sus seguidores peregrinan por la ciudad en busca de templos consagrados a Kosiuko, Montagne, Lacar y otras deidades paganas.
Esta devoción nació cuando una invasión de prendas asiáticas que se vendían a precios irrisorios amenazaban a la producción local. Fue entonces que algunos empresarios del ramo descubrieron que para convivir con tanta bagatela importada debían orientar su oferta hacia un público ávido de diseño y glamour, y -sobre todo- reducir sus costos. Para ello, tercerizaron la producción; es decir, la derivaron a sórdidos talleres que, amparados en la clandestinidad, transforman la normativa laboral en puro cuento y someten a sus empleados a indignas condiciones de trabajo y de vida.
“Vivíamos y trabajábamos en una pieza de tres por cuatro donde había tres máquinas de coser: dos rectas y una de doble aguja. Con mi mujer, dormíamos en el suelo pues la única cama la compartían nuestros dos niños. Era un lugar inseguro e insano porque las conexiones eléctricas de las máquinas estaban sueltas y el polvillo del aire nos afectaba los pulmones”. Así recuerda el costurero AHR -cuya identidad se reserva – al tugurio en el que vivió con su familia durante casi un año, mientras confeccionaba polares Montagne, bermudas Rusty y buzos Lacar. Él y su esposa comenzaban a coser a las 7 de la mañana y terminaban a la 1 del día siguiente. Eran 18 horas de labor que sólo interrumpían para comer. A las 9 -cuenta- nos daban una taza de café y un pan. Al mediodía, una porción de arroz con una papa y un pedazo de carne o un huevo. A eso de la seis de la tarde nos servían un té con otro pan y a la noche una sopa de arroz. En esas ocasiones, cada miembro de la pareja recibía una mínima ración que ellos achicaban para compartirla con sus hijos. Para colmo, el matrimonio debió esperar seis meses para cobrar su primer salario. AHR no trabajaba en algún lugar recóndito del país, sino en un taller situado en la calle Eugenio Garzón 3853 del barrio de Floresta, donde -se supone- debería llegar el imperio de la ley 12.713 que resguarda los derechos de quienes, como él, son trabajadores a domicilio.
La moda viene en negro
Para la actual temporada otoño-invierno, la reconocida marca Ona Saez propone su Colección Negra. Si se considera que sus propietarios están denunciados por producir de modo ilegal, podría presumirse que el nombre de la serie sea -tal vez- un reconocimiento a quienes la confeccionaron trabajando, precisamente, en negro; es decir, al margen de los convenios laborales, sin percibir aguinaldo, salario familiar, vacaciones ni indemnización en caso de despido, sin contar con seguro de trabajo y sin que los empleadores realicen aportes previsionales ni de obra social.
Pero el trabajo en negro es sólo un aspecto de los talleres clandestinos. En setiembre de 2005, el vecino Gustavo Vera aportó pruebas a la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires sobre la existencia de una gran cantidad de talleres clandestinos donde los dueños se llevan fortunas mientras cientos de trabajadores son salvajemente explotados como si fueran esclavos. Vera aclaró que se trataba de talleres medianos y grandes con diez empleados como mínimo y maquinaria de última generación que a diario producen considerables volúmenes de prendas para los fabricantes.
“En estos establecimientos -agregó- los costureros cobran menos de la mitad del salario de convenio por jornadas laborales que duplican la normal”.
Desde hacía un tiempo, la Defensoría venía pesquisando la actividad de algunos talleres de confección; pero la denuncia de Vera agregó precisiones que demostraban la existencia de una estructurada modalidad de explotación.