Por Antonio elio Brailovsky
La constribución del autor aparece en el libro “La Situación Ambiental Argentina 2005”, editado por la Fundación Vida Silvestre. El libro consiste en un diagnóstico actualizado de las regiones naturales de nuestro país y la revisión crítica de los principales temas ambientales de actualidad realizada por 140 expertos en el tema.
Lalo tiene setenta y cinco años, pero aparenta muchos menos. Tal vez la vida al aire libre o el diario ejercicio del remo desmientan por una vez la insalubridad en la que vive. Lalo vive en Wilde y tiene una choza y un bote junto al arroyo Sarandí. Llegamos hasta él con las cámaras de Canal 13 después que alguna autoridad le prohibiera a la Prefectura llevar civiles a navegar por los arroyos contaminados. “Lo único que hacen con la contaminación es esconderla”, me dice el periodista.
Para llegar a lo de Lalo bordeamos el Polo Petroquímico del Dock Sud, en medio de los olores agresivos de decenas de chimeneas que arrojan al aire diferentes sustancias tóxicas. Atravesamos Villa Inflamable, llamada así porque este barrio fue construido encima del basural de residuos de petróleo de la vieja destilería de YPF. Aseguran los entendidos que allí uno no debe hacer un asado apoyando el fuego directamente sobre la tierra porque pueden surgir llamaradas. No nos quedamos a confirmarlo.En ese lugar un estudio financiado por la Agencia Japonesa de Cooperación (JICA) encontró niños intoxicados con metales pesados en la sangre.
¿La respuesta oficial? Se negaron a que continuaran haciéndose estudios epidemiológicos sobre salud ambiental. Hay una interpretación posible a esta voluntad explícita de no querer conocer la verdad: mientras la contaminación afecte solamente los recursos naturales, estamos ante un problema estético o, a lo sumo, económico. Pero cuando la contaminación daña la salud humana, estamos ante conductas que las leyes califican como delitos. Y entonces la obligación del Estado es hacer cesar el daño a la salud y perseguir a los delincuentes. Se comprende pues que haya un interés especial en no descubrir si se están cometiendo esos delitos.
Dejamos atrás Vila Inflamable y llegamos hasta un arroyo cuyo olor a podrido se mezcla con los olores de las chimeneas. Como en una postal de la India, pasan unas cuantas vacas con las ubres colgando y varios caballos flacos. Detrás de ellos vienen unas grandes ovejas de cuernos retorcidos. Pastan juntos en medio de un basural.
Subimos al bote con el periodista y el camarógrafo y Lalo comienza a remar hacia el Río de la Plata. Infinidad de plásticos y masas oscuras obstruyen la navegación. “Eso es la grasa que tiran del frigorífico”, dice Lalo. “Eso otro es el líquido que chorrea del relleno del CEAMSE”, agrega, y el líquido que atravesamos tiene más aspecto de descarga cloacal que de cualquier otra cosa. “Cuando la marea está baja, hay como explosiones de burbujas”, me dice. “Es el metano”, le aclaro.
Un perro nada junto a la pequeña embarcación. “Cuando lo recogí estaba sarnoso –dice Lalo– Lo tiré al arroyo hasta que se curó. Ese agua mata todo”. “Efectivamente –digo yo– La sarna son parásitos”.
Lalo rema a impulsos regulares y llegamos al Río de la Plata. Es una mañana magnífica y hacia el horizonte el río reluce en toda su belleza. Pasamos un banco de barro con peces muertos. “Llegan con la crecida –dice Lalo– cuando el agua baja se quedan sin aire y se mueren a montones”. Nuevamente las chimeneas, los olores, las torres de quema de gases. Pasamos junto a los tanques de varias empresas. “La Shell larga una cosa de un color blanco”, dice Lalo, quien va describiendo los diversos colores del efluente de cada una de las empresas.
“Allá, como a quinientos metros, tengo el espinel y el trasmallo”, agrega. “Saco bogas, patí, dorados, de todo. Para comer y para vender”.
“¿Se puede comer lo que saca acá?”, pregunta el periodista.
“Depende –dice Lalo–. Si cuando lo cocinás tiene mucho olor a kerosén, mejor no lo comas”
Éste es apenas un ejemplo de la negligencia con que se está tomando hoy el tema de la contaminación en la Argentina. Durante muchos años se ha dejado crecer el problema hasta que adquirió un volumen tal que parece inmanejable. A partir de allí, hay tanto para hacer que nadie parece estar dispuesto a dar el primer paso. Ni siquiera para delinear una estrategia de saneamiento pensada para resolver los problemas en el largo plazo.
A la vuelta, mientras pasamos sobre el Riachuelo, recuerdo que hace muy poco tiempo tuvimos un préstamo del Banco Interamericano de Desarrollo para comenzar su saneamiento. Ese dinero no se utilizó, por lo cual hubo que pagarle intereses punitorios al BID por pedir un préstamo y no usarlo. Suena difícil de entender: nos pasamos años diciendo que no hacíamos nada con el Riachuelo por falta de dinero y cuando lo tenemos no lo usamos. En cambio, parece que nos sobra la plata como para darnos el lujo de pagar esos intereses punitorios.
Entretanto, algún organismo oficial construyó varios monobloks de “vivienda social” en la propia orilla del Riachuelo, en uno de los sitios más contaminados del mundo. Basta con ir a Avellaneda por la continuación de la Avenida 9 de Julio para preguntarse por la insensibilidad social de quien tomó esa decisión.
Pero la pregunta de fondo es si tanta distracción no esconde una concepción de fondo, una manera de ver el futuro del país especializándolo en ser receptor de contaminación. Así lo pidieron algunos organismos internacionales antes de la Conferencia de las Naciones Unidas para el Medio Humano (Estocolmo, 1972) y lo reiteraron funcionarios del Banco Mundial antes de la Cumbre de la Tierra (Eco´92, Río de Janeiro, 1992).
Veamos unos pocos indicios preocupantes:
Uno de ellos es el convenio firmado con Australia para tratar en Argentina los combustibles gastados de una central atómica que nuestro país les vende. Para hacerlo, no sólo hubo que cambiar la definición legal de residuo radiactivo (ya que nuestro país prohíbe la importación de ese tipo de residuos), sino que además hubo que subestimar los riesgos ambientales en la zona en la cual se haría ese reprocesamiento.
Tenemos un importante Centro Atómico en Ezeiza, en el interior del Área Metropolitana de Buenos Aires. No deberíamos tener una actividad de alto riesgo en un área densamente poblada. Ni mucho menos ampliarla para hacer frente a las nuevas obligaciones contraídas con Australia. Agreguemos que, para poder competir internacionalmente se han reducido los costos de tratamiento de los residuos radiactivos. Simplemente se los deja filtrar en el suelo, con el riesgo de que lleguen a una napa de agua utilizada por cientos de miles de personas para beber.
En este contexto, es casi ociosa la discusión sobre cuáles deben ser los niveles admisibles de uranio en el agua de bebida o cuál es la mejor metodología para medirlos. Simplemente, una napa de agua utilizada por la población no es un lugar adecuado para descargar residuos radiactivos. Si esos residuos no están hoy amenazando la salud de la población, lo harán en los próximos años, cuando el movimiento del agua subteránea los lleve hasta las bombas de atracción.
Agreguemos que el problema de fondo no es el pequeño volumen de residuos australianos a tratar en Ezeiza, sino que este Convenio abre la puerta para recibir en el futuro los residuos radiactivos de más de 150 centrales atómicas que existen en el mundo y que no saben qué hacer con sus residuos. Todo indica que se intenta especializar a la Argentina en una actividad tan peligrosa que nadie quiere realizarla en su propio territorio.
Otro indicio es el modo en que se están enfocando algunos grandes proyectos mineros. Parecen hechos aislados, pero una mirada de conjunto les da otra significación.
Hace poco tiempo, la comunidad de Esquel rechazó masivamente un proyecto para realizar un gran proyecto minero utilizando el método de lixiviación con cianuro a apenas 5 kilómetros de esa ciudad y sobre un arroyo que desemboca en el Parque Nacional Los Alerces. Fue la primera vez en que la acción social contra la contaminación alcanzó a una comunidad entera y no sólo a grupos minoritarios.
No se trata de un hecho aislado. El proyecto Pascua-Lama, en el límite cordillerano entre Argentina y Chile implica la voladura de un glaciar. Nadie sabe lo que puede pasar con el régimen hídrico en una zona tan seca, ya afectado por el cambio climático global, si la empresa minera dinamita un glaciar. Los riesgos son tan altos que no parece conveniente intentarlo.
Se intenta llevar a cabo un proyecto semejante en Calingasta, en la cuenca del principal curso de agua de la provincia de San Juan. El río San Juan abastece de agua para riego y bebida a la casi totalidad de los habitantes de esa provincia. ¿Y si un accidente llegara a contaminarlo? Recordemos la forma de trabajo de esta gran minería. Se trata de un mineral de baja ley (es decir, que se encuentra muy disperso), por lo cual no es rentable construir galerías subterráneas. Se lo explota a cielo abierto y se mezcla la piedra con enormes cantidades de cianuro. Después se recupera el oro y se envían los líquidos contaminados a lo que se llama un “dique de colas”, que es un enorme lago artificial donde se juntan todos los residuos tóxicos.
Pero San Juan es zona sísmica y cada terremoto ha llevado a ampliar los mapas de riesgo sísmico. Poner un dique de colas lleno de agua con cianuro encima del único río de la provincia es sentarse a esperar a que un terremoto lo rompa y ocasione un desastre. En ese caso, ¿nos atreveríamos a hablar de una “catástrofe natural?”.
Estos son unos pocos ejemplos aislados, que no autorizan a decir que ése es el modelo de país que se nos ofrece para los próximos años. Sin embargo, son lo suficientemente significativos como para servirnos de advertencia: nos dicen que hay entre nosotros personas dispuestas a hacernos correr grandes riesgos sanitarios y ambientales para poder ganar ellos un poco de dinero.