CORREPi (Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional)
Es notable el silencio mediático en que se viene desarrollando el juicio contra los cuatro policías que apalearon a ocho detenidos el 10 de enero de 2005 y en el trámite mataron a uno de ellos, Diego Gallardo. A pesar de los cables que al término de cada jornada circulan en las redacciones, es evidente que los medios han decidido que la tortura practicada sistemáticamente por las fuerzas de seguridad hoy en Argentina no es noticia digna de ser difundida.
Seguramente si los acusados, en lugar de ser un subcomisario, dos oficiales y un suboficial de la “nueva policía” de la provincia de Buenos Aires de entre 30 y 45 años de edad, fuesen ancianos represores que hubieran hecho lo mismo antes de 1983, otra sería la actitud de los medios de comunicación. También sería otra la atención del periodismo masivo si las víctimas, incluyendo al fallecido Diego Gallardo, en lugar de ser jóvenes que estaban presos en una comisaría, fuesen “hijos de alguien”, o vivieran en un country, o al menos, no tuvieran sus domicilios en Villa Tranquila u otros barrios pobres del cuartel noveno.
No es porque sí que hemos denominado este caso como “El Juicio a la Tortura”. No es solamente la ya comprobada responsabilidad de los cuatro asesinos en el apaleamiento que causó la muerte de Diego lo que está en discusión. Es el alcance y extensión de la tortura como práctica sistemática en cárceles y comisarías argentinas, y su correlato imprescindible, la práctica judicial que evita a cualquier costo decir “tortura”. Jueces y fiscales a lo sumo admiten un “exceso” en el “normal rigorismo policial” o aprovechan el menú de opciones menos graves, como los apremios, las severidades o las vejaciones, que los legisladores ponen a su disposición para proteger a los ejecutores de la política represiva estatal.
Por algo hay apenas una docena de condenas por el delito de tortura seguida de muerte (art. 144 ter inc. 2º del código penal) en todo el país desde 1983. Y tres de esas condenas corresponden a un mismo hecho, la tortura y muerte de Sergio Gustavo Durán en la comisaría 1ª de Morón. Cuando no pueden evitar someter a juicio a sus perros guardianes, cuando no pueden darles impunidad directa, la directiva que el poder judicial obedece como soldadito es resguardar al Estado. Si hay tortura, que no se note, que parezca un accidente, un desborde individual, un acto psicopático. Que no se note que es el Estado.
Los 57 golpes recibidos en cuestión de minutos por Diego y sus 15 horas de agonía, o la docena de golpes semejantes de los otros siete muchachos, no alcanzan para que los jueces argentinos digan TORTURA. Apenas para homicidio y severidades. No torturaron, fueron severos en demasía. Jueces y fiscales prefieren acusar por homicidio —aunque sea calificado porque son policías y eran cuatro; y aunque pueda llevar a la misma condena de prisión perpetua— porque ese delito no lleva implícita, como la tortura, la autoría necesaria del estado.
No sólo los cuatro policías están siendo juzgados en Lomas de Zamora. También el Estado represor, que mata y tortura en democracia o en dictadura. Por eso el silencio obediente de los medios: hay que defender la “gobernabilidad democrática”. Es que la tortura sistemática demuestra cuan demócratica es esta democracia.