Por Oscar Taffetani (Agencia Pelota de Trapo)
Robar fruta, lo mismo que echarle un mordisco a un fruto prohibido, es una antigua tradición de la humanidad. Que en el Génesis (libro viejo, si los hay) se use la alegoría de Eva, la manzana y el árbol de la ciencia del Bien y del Mal, no es casualidad.
Un huayno del folklore del Noroeste compara el robo de la fruta con el robo de una mujer. “Naranjitay —dice la letra— pinta, pintita, / naranjitay, pinta pintita, / te’i de robar de tu quinta / si no es esta nochecita / mañana por la mañanita…”
Fabián Néstor Pereyra era un hijo de la tierra, con el altísimo honor y la nobleza de sangre que eso implica. Le decían Corto por su baja estatura y bajo peso. Para la ficha de un hospital de Orán, o de Tartagal, era un desnutrido de grado 2. Un nombre más en la lista del hambre.
El Corto tenía 19 años y estaba enamorado. Deseaba a una niña que no lo correspondía, le escribía poemas, soñaba con robar esa naranjita de la quinta, quería conquistarla.
Vigiladores de la Empresa Search, al servicio de la Seabord Corporation, propiedad de la familia Bresky de Boston, presuntamente asociada con el gobernador salteño, le quitaron ese sueño.
También lo quitaron a él del paisaje, y del sueño de los otros.
“Cansados de los continuos robos de naranjas, pomelos y limones a manos de una pandilla local de ladronzuelos compuesta por varones de 13 a 25 años —se lee en una vergonzosa crónica de El Tribuno de Salta— un camionero y un grupo de vigiladores del predio agroindustrial del ex ingenio El Tabacal, en la ciudad de Orán, quisieron darle un escarmiento, pero se les fue la mano…”
El cuerpo molido a golpes del Corto, el mayor de los hermanitos Pereyra, apareció en un canal de riego del ingenio, tras la denuncia de otros “ladronzuelos” sobrevivientes.
La familia y los amigos de Pereyra —se lee en otra crónica— para evitar el costoso trámite de recuperar su cadáver, decidieron velarlo en ausencia.
Imaginar el velorio del Corto es ver otra postal del desamparo: la ropa del muerto apilada, sus cartas de amor, un par de zapatillas, algunas velas encendidas, el llanto apagado de la madre, en un rincón.
Para la gente de la tierra, la muerte individual, la de cada uno, es un trámite sin importancia. Apenas un “hasta luego”.
Hasta luego, le dijeron los suyos al Corto. Estarás con nuestros santos queridos. Y nos iremos todos de madrugada a las quintas, a robar naranjas.
Sabiduría de poetas
El mes pasado, la justicia ordenó la detención y el procesamiento de 16 guardias privados de la empresa Search y de un chofer de camión, todos implicados en la muerte de Fabián Néstor Pereyra.
Siguiendo las pautas del Manual de Impunidad, los vigiladores negaron tener conocimiento de los hechos. Sin embargo, a partir de la confesión del chofer Jonathan Baroni y ante la posibilidad de que la investigación comprometiera a la Seabord —que ya fue denunciada por usurpación de 40 mil hectáreas de los aborígenes salteños— los abogados comenzaron la bien remunerada tarea de repartir culpas y deslindar responsabilidades.
Pronto dirán que Search no es Seabord, que Seabord no es Bresky, que Bresky no es el gobernador de Salta y así, todo con el propósito (perdón por esta horrible sospecha) de evitar que se haga justicia.
Y los chicos de los montes salteños, ésos acostumbrados a treparse a los camiones fruteros, para aligerarlos en mínima cuota de su carga, aprenderán que el hurto de naranjas, según la ley de la Seabord Corporation, se paga con la vida.
A principios de los ’40, Bertolt Brecht, exiliado en Dinamarca, escribió un breve poema en el que agradece a un ladrón de cerezas por haberlo despertado con su alegre silbido, una mañana de verano.
Cuenta Brecht que el ladrón, al verlo, lo saludó inclinando su cabeza, y que siguió silbando, recogiendo cerezas y alegrándole la mañana.
Si queda una utopía —pensamos— es la de lograr un mundo de cerezas y naranjas compartidas; un mundo con tradiciones y códigos que se cumplan; ese mundo que describe Manuel J. Castilla en su Zamba de Juan Panadero:
“Cómo le iban a robar, / ¡ni queriendo! a don Juan Riera, / si a los pobres les dejaba / de noche la puerta abierta…”