Por Antonio Brailovsky
Desde hace bastantes años, cada vez que alguien traía una guitarra, cantábamos: “El Uruguay no es un río, es un cielo azul que pasa”. Con el tiempo, la deforestación y la expansión de la soja en el sur del Brasil provocaron un formidable aumento de la erosión, tanta que los sedimentos cambiaron el color del río, que fue pareciéndose cada vez más al Paraná.
La instalación de dos grandes papeleras en la zona fronteriza entre Argentina y Uruguay amenaza con volver a cambiar el color del río y llevarlo tal vez al negro lustroso de las cosas muertas.
Por otra parte, la excesiva politización de un tema con tantos aspectos técnicos no contribuye a llegar a una solución razonable.
La decisión uruguaya de apostar a la atracción de industrias contaminantes como una forma de creación de fuentes de trabajo parece ser más una política de Estado que una decisión del actual Gobierno o del anterior. Este conflicto mostró que son muchos los dirigentes políticos de ambos lados del Río de la Plata que comparten ese punto de vista. Esos políticos sienten que oponerse a una amenaza de contaminación es bloquear sus propios proyectos para el futuro.
Hace 15 años que se iniciaron las plantaciones de eucaliptos necesarias para abastecer a estas fábricas y que se anunció la futura inversión. El que en 15 años el Gobierno argentino no haya registrado la existencia de un proyecto que podría afectar al país, ¿no es, en sí mismo, un problema de envergadura? ¿No nos está diciendo mucho sobre cómo funciona el Estado?
La tardía protesta del Gobierno argentino muestra que la embajada argentina en Uruguay no informó nunca del proyecto, ni la Cancillería le pidió que informara de cualquier problema ambiental que pudiera afectar a la Argentina. ¿Hay un Agregado Ambiental en una embajada con un país con el que compartimos dos ríos inmensos? ¿Hay alguien en esa embajada con capacidad de evaluar una información con consecuencias ambientales? ¿O sólo tenemos evaluadores políticos, capaces de decir cuál partido político será amigable y cuál no lo será y desentendidos de todo lo demás?
La primera lección de este conflicto es que todas las embajadas con países limítrofes necesitan de un Agregado Ambiental, que sea capaz de prever de qué manera cualquier decisión que se tome en el país vecino afectará al ambiente compartido.
Señala el constitucionalista Daniel Sabsay que el Tratado del Río Uruguay obliga a que cualquiera de las partes informe a la otra sobre los emprendimientos de importancia que pudieran afectar al río. El Gobierno uruguayo no cumplió con su obligación de informar y el Gobierno argentino tampoco se lo exigió. Ese tratado establece mecanismos de conciliación y arbitraje para resolver eventuales diferencias entre ambos países. En vez de usarlos, se anunció que se recurriría al Tribunal Internacional de La Haya. Recordemos que Argentina no fue a La Haya ni siquiera en relación con su disputa territorial con Inglaterra por las Malvinas, y que no formuló allí sus denuncias contra Margaret Thatcher por las violaciones de derechos humanos ocurridas durante esa guerra.
¿Acaso nos olvidamos de los tratados que firmamos? ¿O la larga práctica de incumplir las leyes ambientales del país nos lleva a no tener en cuenta los tratados internacionales al respecto?
Pero además, la posición argentina ante los tribunales internacionales es extremadamente débil, en la medida que se pide a las papeleras uruguayas lo que no se les exige a las papeleras argentinas. Un país en el que el control de la contaminación es casi nulo será poco creíble cuando reclame que sus vecinos hagan lo que él mismo no hace.
En nuestro país existen unas 10 plantas de producción de celulosa que vierten sus efluentes al río Paraná provenientes de una producción de no menos de 850.000 toneladas anuales de pulpa de celulosa. No parece fácil convencer a un tribunal internacional de pedirle a las empresas uruguayas lo mismo que no se les está exigiendo del lado argentino a las empresas Celulosa Campana y Gral. Bermúdez, Papelera del Plata, Wixel, Campanita, Papel Prensa de San Pedro, Iby en Entre Ríos, Andino sobre Santa Fe, Alto Paraná S.A., Piray y Papel Misionero. Para dar un par de ejemplos puntuales, Celulosa Argentina S.A. contamina el Paraná desde 1929, sin que hasta la fecha nadie le haya pedido que dejara de hacerlo. La presencia de contaminantes provenientes de su planta de Gral. Bermúdez (compuestos orgánicos clorados) ha sido verificada por Greenpeace, según un informe publicado por esa organización. La provincia de Entre Ríos tiene en su territorio una planta productora de pasta celulósica (Papelera Iby S.A.), que produce 18.000 TM anuales y sobre las costas santafecinas del Paraná, frente a la tierra entrerriana hay otras más. Pero, además, esta provincia es una importante productora de madera, de bosques implantados, que destina el 60% de su producción a la elaboración de celulosa y tableros.
Si la presentación ante el Tribunal de La Haya estuviera acompañada de un control efectivo de estas empresas, habría más probabilidades de que nos tomaran en serio.
Por otra parte, tanto el gobernador de Corrientes como el de Misiones invitaron a que cualquier otra papelera contaminante que hubiera por el mundo se instalara en sus respectivas provincias, y el de Buenos Aires hizo casi lo mismo, calificando de “histérico” a su par de Entre Ríos por su tardía preocupación ambiental. Lo que equivale a prometer a esas empresas la falta de controles ambientales si se radicaran allí.
Hasta ahora, nadie informó cuál es el rol que juega en esta comedia de enredos nuestro principal organismo ambiental, la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Nación. Todo indica que se ha desaprovechado el aporte de su capacidad técnica.
Una planta de papel pude contaminar de las siguientes maneras:
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Contaminación del aire. Las fábricas de papel suelen quemar sus residuos para producir energía. Muchos de ellos tienen un alto contenido de azufre. Estos compuestos del azufre provocan un característico olor a huevos podridos. Es decir, que son incompatibles con un centro turístico como Gualeguaychú. También es posible que esos compuestos formen ácido sulfúrico en la atmósfera, con el consiguiente riesgo de lluvias ácidas. No se informó si había estudios sobre la capacidad de la fuente receptora de los contaminantes. En el caso del aire, se informó que el Banco Mundial había omitido el estudio meteorológico, por lo cual no se sabe el comportamiento que tendrán los gases y olores en la atmósfera.
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Contaminación del agua. Se habló mucho del uso de blanqueadores de cloro y su efectos sobre la calidad de las aguas, como también de la posibilidad de que se formaran las peligrosas dioxinas. Se habló mucho menos de la práctica frecuente de arrojar la materia orgánica sobrante al agua, donde se pudre, agotando el oxígeno de los cursos de agua.
Y ninguna de las partes habló de lo que sucedería con el río Uruguay. En una situación así, se requiere un estudio de las corrientes del río, para saber el posible desplazamiento de la pluma de contaminación. Desde el punto de vista teórico, como la corriente en el centro del río es más fuerte que en las orillas, es posible que eso mantenga pegada la contaminación a la costa uruguaya, desde la cual se emitirán las descargas de las papeleras. Eso terminará, por supuesto, con sitios como el hermoso balneario Las Cañas, próximo a Fray Bentos, pero podría afectar mucho menos la costa argentina. Por supuesto, es una hipótesis de escritorio, que sería bueno corroborar a campo, y llama la atención el que ese estudio parece no haberse realizado.
Todas estas incoherencias sugieren que ante un conflicto ambiental, simplemente nadie sabe qué hacer. Después de desaprovechar los 15 años transcurridos desde que Uruguay decidió apostar a las papeleras contaminantes, se toman decisiones apresuradas, atendiendo más a las repercusiones de prensa que a la prevencion ambiental.
Y sobre el tema, el Presidente argentino manifestó que “sólo se trataba de un problema ambiental”, como si los temas ambientales fueran cuestiones de poca importancia.