Plaza Malvinas, en La Boca, en la intersección de Pedro de Mendoza y Arzobispo Espinosa. En la ilustración una ex fuente que tuvo sus días de gloria con un sistema que arrojaba chorros de agua desde el centro y mantenía un nivel constante de medio metro de profundidad.
Hacia 2003, cuando sólo algunos memoriosos recordaban el efímero período con sus mecanismos funcionando, ya se la conocía como la pileta. Era, en efecto, una pileta con agua estancada cuyo nivel fluctuaba con las lluvias, pero que casi nunca llegaba a secarse. En el año 2003 precisamente había comenzado a hacerse difusión sanitaria sobre el dengue y, aunque nadie creyera entonces seriamente que una enfermedad tropical pudiera llegar a preocupar a los porteños, algunos vecinos nucleados en la Asamblea Popular Catalinas Sur-La Boca, aprovecharon la circunstancia para pedir a las autoridades de la Ciudad que tomaran cartas en el asunto: la pileta había pasado a ser un aliado natural del dengue y algo había que hacer.
Y finalmente se hizo: se consensuó un proyecto de reforma razonable. La fuente con sus costosos mecanismos y mantenimiento era inalcanzable, pero la pileta de agua estancada criadero de mosquitos tenía que desaparecer. La reforma consistió en transformarla en una suerte de pista seca para que los chicos jugaran y patinaran sobre ella. Como parte de la transformación se instalaron caños de desagüe que debían evitar la acumulación de agua.
El arreglo funcionó por algún tiempo, pero luego todo volvió a la normalidad: la suciedad acumulada y falta de mantenimiento oficial de los desagües por un lado y por el otro la escasa colaboración de la naturaleza con sus obstinadas y persistentes lluvias hicieron el resto. Como puede observarse en la ilustración, después de algunas precipitaciones, el agua permanece estancada hasta el próximo episodio pluvial, en un ciclo sin descanso sobre todo en esta temporada estival atípica.
La preocupación por el dengue ahora es real, ya no se trata de una remota enfermedad tropical. La oferta de 500 metros cuadrados de superficie –equivalente a decenas de miles de floreros, cubiertas abandonadas y cacharros varios– al desove oportunista del Aedes aegypti puede resultar peligrosamente irresistible.