Por Antonio elio Brailovsky
Hace unos mil años, al comienzo de la Baja Edad Media, el aumento del comercio estimuló el crecimiento de las ciudades europeas. Una oleada inmigratoria proveniente del campo llenó las calles tortuosas, y los recién llegados construyeron casas y mercados, murallas y catedrales. Junto a ellos bajaron los grandes señores, muchos de los cuales tenían sus castillos en el campo.
Hace mil años, los señores feudales construyeron estas torres de cien metros para amenazar a sus vecinos (Torres Garisenda y Asinelli, Bolonia)
En esa ciudad medieval, los poderosos construyeron sus palacios, a los que les adosaron grandes torres, que les permitieron dominar militarmente a sus vecinos y se transformaron en la expresión física de su poder. En Bolonia, Italia, las familias Garisenda y Asinelli levantaron dos torres de casi 100 metros de alto, que hoy son el símbolo más conocido de esa ciudad.
En San Gimignano, Italia, el perfil de las torres de los nobles y los ricos se recorta entre las colinas toscanas por encima de la muralla medieval. Por el contrario, en Cáceres, España, las torres fueron desmochadas por orden de Isabel La Católica para reprimir una desobediencia de sus dueños.
Desde el año mil, entonces, las altas torres son el símbolo físico del poder, y el sitio desde el cual los que mandan intimidan a los que deben obedecerles. De este modo, los rascacielos de Manhattan fueron mucho más que una forma de ahorrar espacio construyendo en altura en un sitio congestionado.
Sin embargo, esa contundente expresión de poder económico y político esconde una enorme fragilidad ante cualquier contingencia. El derrumbe de las Torres Gemelas en Nueva York puso en cuestión el modelo de seguir levantando grandes edificios como una forma de exhibir riqueza y poder. Esto hizo que en muchos lugares se abandonaran otros proyectos para edificar nuevas torres medievales en nuestras ciudades.
“Son muy vulnerables ante un ataque terrorista”, se dijo en ese momento. El incendio y destrucción de la Torre Windsor, en Madrid, demuestra que estos edificios también son muy vulnerables ante un simple corto circuito. Bastó el roce de dos cables, provocado tal vez por una falla del material, por una pequeña gotera o por la mordedura de un ratón, para terminar con una de las grandes expresiones de soberbia económica de nuestro tiempo.
A pesar de estas advertencias, en algunos sitios se siguen construyendo grandes torres.
Para peor, a veces se llega a acomodar la legislación para disimular sus riesgos. Por ejemplo, en Buenos Aires, la Ley Nº 123 de Evaluación de Impacto Ambiental establece un procedimiento riguroso para analizar cualquier problema que pueda generar un nuevo emprendimiento en la Ciudad, que se debe controlar en una Audiencia Pública. Esa Ley fue sancionada en 1998. Pero en agosto del 2000 se la cambió por la Ley 452, que es casi igual que la anterior. La única diferencia sustancial es que elimina la obligación de evaluar el impacto ambiental de las grandes torres.
Los Diputados que la aprobaron sabían que esa Ley tenía nombre y apellido: se procuraba de que la sociedad no discutiera los riesgos que podían significar las grandes torres de Puerto Madero.